Pichuco marcó el género
para siempre. Fue autor de sesenta obras, muchas de ellas maravillosas, desde
“Barrio de tango” hasta “Sur”, pasando “Garúa” y “La última curda”. La ciudad
de Buenos Aires le rinde en estos días múltiples tributo
Biológicamente, no vivió
ni mucho ni poco. Más bien poco (sesenta años, diez meses y siete días) si se
contemplan los avances de la ciencia médica –desde aquel aciago 18 de mayo de
1975, cuando un derrame cerebral acabó con su vida en el Hospital Italiano–
hasta hoy. Pero mucho, claro, si se considera el factor “hacer”. El tango
sentido, creado, ejecutado y grabado como elemento madre, como principio motor.
Un principio que fue hace cien años: el 11 de julio de 1914, diecisiete días
antes de que, en plena “tangomanía europea”, el nacionalista serbio Gabrilo
Princip asesinara al archiduque Francisco Fernando de Austria, dando la excusa
perfecta a las potencias europeas para concretar un viejo sueño (transformado
en pesadilla): la Primera Guerra Mundial. O, más cerca de su Abasto natal,
cuando la Guardia Vieja llegaba a su momento cenit mientras Eduardo Arolas y el
Cachafaz, cada quien en su métier, hacían desastres en los lindes tangueros de
Buenos Aires.
Ciclópeo contar a
Troilo, claro. No es cosa fácil contemplar que en esos cincuenta años de “vida
útil” (los sesenta del total, menos los diez que tardó su madre en comprarle el
primer bandoneón) les imaginó una música a sesenta obras, muchas de ellas
maravillosas. Nombrar “Barrio de tango”, “Che bandoneón”, “Sur” o “Discepolín”,
bajo la sustancial pluma de su amigo Homero Manzi, viene muchísimo al caso. El
mismo efecto surge de traer al presente gemas como “Garúa” o “Pa’ que bailen
los muchachos”, en yunta brava con Enrique Cadícamo. O las piezas divinas que
concibió pegado al vate peronista Cátulo Castillo: “Desencuentro”, “La última
curda” y “El último farol”. Todas ellas abrazadas por las dos puntas temporales
de su prolífico rol de compositor: el comienzo con “Flor de amor” y “Medianoche”,
ambas escritas por el primer Pichuco (el de 1933), y la casi póstuma “Tu
penúltimo tango”, concebida junto a Horacio Ferrer el mismo año de su muerte,
como queriendo –premonitorio– dejarle su última prueba de amor a Zita, su mujer
eterna: “Mi amor, tu tango es tu ternura / que, aún muerto, a mi alma le hace
yunta / y es tu perdón de compañera fiel / que me inundó de cunas”.
Complejo resumir a
Troilo, además, dada una labor editorial que no le envidia nada a su genio
creador. No sólo grabó casi todo lo que compuso, sino que adicionó a tales
grabaciones más de cuatrocientas obras registradas entre 1938 –año en que
debutó en el selló Odeón (a 78 RPM) con el simple integrado por “Comme il
faut”, de Arolas y “Tinta verde”, de Bardi– y 1971, momento en que grabó “Fogón
de huella” (Arturo Galluei), “La violeta” (Cátulo), “Corazón de papel” (Alberto
Franco), “Tinta roja” (Sebastián Piana), con la voz del Polaco Goyeneche, para
la RCA Víctor y ya con las revoluciones por minuto clavadas en 33.
Pichuco, cuyo apodo
radica en una deformación de picciuso (“llorón” en italiano), debutó a los doce
años (1926, para más datos) cuando tocó el flamante bandoneón que le había
regalado su madre, durante un evento benéfico realizado en el Petit Colón, un
cine del Abasto. Aún no tenía ese paño de terciopelo sobre las rodillas que lo
acompañaría en su trayectoria, pero sí la pasión por un género que explotaría
cuatro años después, cuando se integró al sexteto Vardaro-Pugliese, que
completaban Alfredo Gobbi en violín, Miguel Jurado en bandoneón y Luis Adesso
en contrabajo, y que determinaría una tempranera juntada de futuros grandes:
San Pugliese y él, el gran conductor del tango. Fue, aquel, el paso previo a
sus “inferiores” en el género, como parte de las orquestas de Juan Pacho
Maglio, de Julio de Caro –cuyo plus de luxe era Pedro Laurenz–, de Juan
D’Arienzo, de Angel D’Agostino y de Juan Carlos Cobián, mojones en su vida
artística, que fueron lubricando un destino inevitable: el de un bandoneonista,
compositor y director de orquesta incomparable.
O el de amigo leal,
cuyas bondades receptaron Homero Manzi, a quien Troilo dedicó el formidable
“Responso”, cuando se enteró de su muerte, durante el otoño de 1951, o Astor
Piazzolla, con quien Pichuco grabó dos tremendas versiones de “Volver” y “El
motivo”, a dos bandoneones, en 1971, además de haberlo iniciado en los secretos
del 2 por 4, a cambio de los arreglos del aplicado y genial Astor, tal como
prueban las versiones de “Inspiración” y “Chiqué”, o Roberto Goyeneche, con
quien descansa en el rincón de los notables del Cementerio de la Chacarita.
Lugar grueso en la historia de Pichuco merece también el Cuarteto Troilo-Grela
(luego Cuarteto Aníbal Troilo), que convivió con su orquesta entre el segundo
lustro de la década del cincuenta y el primero de la del sesenta, y por el que
pasaron Edmundo Zaldívar (luego Ernesto Báez), en guitarrón, y Kicho Díaz
(luego Eugenio Pro), en contrabajo, bajo el mandato de la máxima estética del
Gordo: lograr un sonido simple y claro, siempre.
Sería imposible una
mención lineal de todos los músicos y cantores que pasaron por las diversas
agrupaciones de Troilo, pero una buena síntesis tal vez esté dada por nombres
que, seguro, entran al panteón troiliano: Orlando Goñi, Kicho Díaz, Francisco
Fiorentino, Alberto Marino, Edmundo Rivero, Floreal Ruiz, Raúl Berón, Angel
Cárdenas, Osvaldo Berlingieri, Osvaldo Pugliese, Ernesto Baffa, Raúl Garello,
Roberto Rufino, Roberto Goyeneche, Elba Berón, Ubaldo De Lío, José Colángelo,
José Basso, Ernesto Baffa y Hugo Baralis, entre muchísimos otros estetas del
dos por cuatro que, seculares de la porteñidad, surcaron el siglo, y le
devolvieron al hombre tanta generosidad, como Piazzolla y su “Suite Troiliana”,
compuesta en un rapto de inspiración luego del raje de Pichuco a los cielos. O
todos los que coincidieron en decretar el 11 de julio como el Día Nacional del
Bandoneón.
Troilo (suma tanguera)
brilló por la lucidez de sus fraseos. Por sus solos a volumen bajo, y decir
sutil. Por su sencillez armónica y sus extraordinarias melodías. Por su pasión
y su tristeza. Troilo fue al tango lo que Pichuco al bandoneón y lo que el
Gordo a Buenos Aires, totalmente.