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lundi 31 décembre 2012

Una anécdota para el tango, que surge desde mi niñez.


 

Amigo tanguero
Dr. Juan Holenweger
Dr. César Jones


 
(César Jones Mazaite, Academia del Tango de la República O. del Uruguay, in memoriam de Teresita Fleitas, 2012).
Héctor Ángel Benedetti (1969) escribió su Historia anecdótica del tango, que formalmente se llamó: “Las mejores anécdotas del tango y otras curiosidades”, editado en el 2000 por Planeta, Buenos Aires.
En su prólogo el argentino Benedetti expresa que la historia del tango es más o menos conocida y casi podría deducirse a partir de algunos elementos sobrevivientes de los lejanos días de su nacimiento. “Con resultados desiguales, la misma narración nos ha sido contada muchas veces”.
Y continúa: “se dice que el tango es una manifestación más bien íntima: sin embargo, esto no fue impedimento para la multiplicación de sus crónicas.
Así hemos comprobado para el tango la existencia de una historia musical, social, biográfica, fílmica, discográfica, iconográfica, y desde cualquier otra disciplina imaginable. Cosa que no sospechaban (que no se hubieran atrevido a sospechar) sus primeros cultores.
La historia fue una sola. Y aunque fue contada, adulterada o mutilada según el autor, en todo esto es posible establecer un ciclo, o una secuencia de ciclos, que terminó triunfando.
Pareciera que esa constancia, al fin, fue solvente y nos regaló la perdurabilidad del tango.”
Pues aquí va, a continuación, una anécdota verdadera de mi niñez con “el cantor del pueblo” Carlos Roldán.
 
El cantor y yo.
Siendo un niño conocí a Carlitos entre los años 1953 y 1955. Yo vivía con mis padres y mi hermana mayor en un amplio caserón ubicado en la calle La Paz 1319 entre Miguelete y Yaguarón, siendo nuestra vereda el límite del barrio Aguada con el Centro. Y él, esporádicamente, paraba  en la casa de su hermano, en el 1351 de la misma calle, ya en el barrio Cordón (ya que la línea Ejido-Miguelete era el límite), cuando venía de Buenos Aires.
Esa casita era baja y muy humilde, con una puerta de entrada pequeñísima, de paredes externas de un color ocre amarillento desleído, ubicada en la manzanita triangular delimitada por las calles La Paz, Miguelete y Barrios Amorín (entonces “Médanos”) y que hoy es la Plazoleta “Cristóbal Echevarriarza”. En ella, había una panadería, una peluquería, un almacencito, y dos o tres viviendas, todas encerradas por un murito muy bajo,  también ocre amarillento.
Cuando volvía de la escuela, la “Estados Unidos de América” de la avenida Uruguay, y si no habían muchos deberes que hacer, me encontraba con varios escolares (algunos que iban a la escuela “Piedra Alta”) para jugar al fútbol en el espacio cuasi rectangular de la calle La Páz y Ejido, delimitado por un murito pequeño, que tiene como fondo el edificio de la CONATEL. Y ahí jugábamos, haciendo las veces de pelota una media rellena o incluso una chapita, aunque excepcionalmente alguien traía una pelotita vieja de goma o de tenis.
Generalmente había un único espectador, un señor bien peinado y demasiado bien vestido para la usanza del barrio (camisa blanca con mangas largas y puños, pantalón azul y zapatos negros lustrados) que nos observaba desde la vereda de enfrente, de pie, apoyado con su brazo derecho en la puertita de la casa antes descripta. No creo que le interesara mucho el “espectáculo deportivo” que ofrecíamos, pero era lo  único que se podía ver…
Yo sabía quien era porque alguien me lo había dicho; así que un día me armé de valor, puse la pelotita –ese día era la mía- bajo mi brazo, crucé la calle que en ese tramo es bastante angosta, y me apersoné al señor, que viéndolo de cerca, desde abajo, me pareció un gigante. Y le dije: -Señor, sé que Usted es un cantor famoso. Y viendo que sonreía, y para que el momento no se cortara, continué rapidito: ¡Yo también canto!
Pienso que Carlitos entendió, que tenía a un colega frente a sí.
Para entonces nos rodeaban, formando una media luna, todos los “futbolistas” que sigilosamente se acercaron para participar del singular encuentro.
Roldán nos observaba con gestos muy cordiales, que aventaban todo temor y me incitaban a continuar la conversación.
Entonces me dijo que le encantaría escucharme. Y ahí en la vereda nomás, entoné una canción romántica, cuya letra la sabía de memoria pues yo estudiaba las revistas “Cancionera” que mi hermana siempre compraba, y la música las conocía porque en casa la radio de mi padre estaba siempre encendida. Y recuerdo que  la letra por mi entonada, decía “No, no concibo que todo acabó, que este sueño de amor terminó, que la vida nos separó…”
Desde ese día cada vez que me encontraba con Roldán le cantaba y él me corregía detalles de pausas, pronunciación de las palabras y supongo que afinación también.
 
Cierto día lo invité a ir a mi casa, ya que mi padre tenía mucho interés en conocerlo, y  él aceptó gustoso. Mi padre era sastre de medida,  y tenía en el segundo patio claraboyado de mi casa, un taller, donde lo acompañaban varios ayudantes, que pespuntaban y cosían entretelas, cortaban forros y planchaban. Esa vez fue la primera que recuerdo, en que se apagó la radio para conversar y oírlo con tranquilidad.
Carlitos se hizo muy amigo de todos y de tanto en tanto, venía al taller a charlar y varias veces entonó a capela algunos tangos que provocaban clamorosos aplausos.
Y el taller se consagró como otra peña de amigos al que Roldán asistía, similar  al que el escritor Juan Antonio Varese describe en el libro de las Memorias del fotógrafo José María Silva, en el estudio fotográfico de la avenida Rondeau y Uruguay. Y vaya una lanza quebrada por la imágen del cantor querido: mi padre era totalmente abstemio, y en su taller y en el resto de la casa, jamás había una gota de bebida alcohólica. A lo sumo se tomaba mate y alguna gaseosa. Carlitos tenía una débil resistencia a la ingesta de bebidas alcohólicas, pero debemos descartar de la imágen que algunos crearon de que iba por la vida borracho. La noche por la que transitaba para cumplir con su vocación artística, lo sumió en diversos brindis que no le hacían bien. Tal vez por ello, y por su bohemia persistente, falleció jóven, cuando aún tenía mucho por darnos.
Para entonces yo era un liceal con responsabilidades, concurría a clases de gimnasia, basketbol, natación e inglés, y en algún momento, con tantos horarios diurnos lejos de casa, no supe más del cantor, y simultáneamente, la adolescencia cambió totalmente mi voz, y nunca más volví a cantar. Las "clases de canto" con Carlitos se hundieron en mi memoria, y solo este año afloraron mágicamente. Solamente subsistió hasta hoy, mi gusto por escucharlo a Roldán.