Amigo
tanguero
Dr. Juan Holenweger
Dr. César Jones
Dr. Juan Holenweger
Dr. César Jones
(César
Jones Mazaite, Academia del Tango de la República O. del Uruguay, in
memoriam de Teresita Fleitas, 2012).
Héctor
Ángel Benedetti
(1969) escribió su Historia anecdótica del tango, que formalmente
se llamó: “Las
mejores anécdotas del tango y otras curiosidades”,
editado en el 2000 por Planeta, Buenos Aires.
En
su prólogo el argentino Benedetti expresa que la historia del tango
es más o menos conocida y casi podría deducirse a partir de algunos
elementos sobrevivientes de los lejanos días de su nacimiento. “Con
resultados desiguales, la misma narración nos ha sido contada muchas
veces”.
Y
continúa: “se dice que el tango es una manifestación más bien
íntima: sin embargo, esto no fue impedimento para la multiplicación
de sus crónicas.
Así
hemos comprobado para el tango la existencia de una historia musical,
social, biográfica, fílmica, discográfica, iconográfica, y desde
cualquier otra disciplina imaginable. Cosa que no sospechaban (que no
se hubieran atrevido a sospechar) sus primeros cultores.
La
historia fue una sola. Y aunque fue contada, adulterada o mutilada
según el autor, en todo esto es posible establecer un ciclo, o una
secuencia de ciclos, que terminó triunfando.
Pareciera
que esa constancia, al fin, fue solvente y nos regaló la
perdurabilidad del tango.”
Pues
aquí va, a continuación, una anécdota verdadera de mi niñez con
“el cantor del pueblo” Carlos Roldán.
El
cantor y yo.
Siendo
un niño conocí a Carlitos entre los años 1953 y 1955. Yo vivía
con mis padres y mi hermana mayor en un amplio caserón ubicado en la
calle La Paz 1319 entre Miguelete y Yaguarón, siendo nuestra vereda
el límite del barrio Aguada con el Centro. Y él, esporádicamente,
paraba en la casa de su hermano, en el 1351 de la misma calle,
ya en el barrio Cordón (ya que la línea Ejido-Miguelete era el
límite), cuando venía de Buenos Aires.
Esa
casita era baja y muy humilde, con una puerta de entrada pequeñísima,
de paredes externas de un color ocre amarillento desleído, ubicada
en la manzanita triangular delimitada por las calles La Paz,
Miguelete y Barrios Amorín (entonces “Médanos”) y que hoy es la
Plazoleta “Cristóbal Echevarriarza”. En ella, había una
panadería, una peluquería, un almacencito, y dos o tres viviendas,
todas encerradas por un murito muy bajo, también ocre
amarillento.
Cuando
volvía de la escuela, la “Estados Unidos de América” de la
avenida Uruguay, y si no habían muchos deberes que hacer, me
encontraba con varios escolares (algunos que iban a la escuela
“Piedra Alta”) para jugar al fútbol en el espacio cuasi
rectangular de la calle La Páz y Ejido, delimitado por un murito
pequeño, que tiene como fondo el edificio de la CONATEL. Y ahí
jugábamos, haciendo las veces de pelota una media rellena o incluso
una chapita, aunque excepcionalmente alguien traía una pelotita
vieja de goma o de tenis.
Generalmente
había un único espectador, un señor bien peinado y demasiado bien
vestido para la usanza del barrio (camisa blanca con mangas largas y
puños, pantalón azul y zapatos negros lustrados) que nos observaba
desde la vereda de enfrente, de pie, apoyado con su brazo derecho en
la puertita de la casa antes descripta. No creo que le interesara
mucho el “espectáculo deportivo” que ofrecíamos, pero era lo
único que se podía ver…
Yo
sabía quien era porque alguien me lo había dicho; así que un día
me armé de valor, puse la pelotita –ese día era la mía- bajo mi
brazo, crucé la calle que en ese tramo es bastante angosta, y me
apersoné al señor, que viéndolo de cerca, desde abajo, me pareció
un gigante. Y le dije: -Señor, sé que Usted es un cantor famoso. Y
viendo que sonreía, y para que el momento no se cortara, continué
rapidito: ¡Yo también canto!
Pienso
que Carlitos entendió, que tenía a un
colega
frente a sí.
Para
entonces nos rodeaban, formando una media luna, todos los
“futbolistas” que sigilosamente se acercaron para participar del
singular encuentro.
Roldán
nos observaba con gestos muy cordiales, que aventaban todo temor y me
incitaban a continuar la conversación.
Entonces
me dijo que le encantaría escucharme. Y ahí en la vereda nomás,
entoné una canción romántica, cuya letra la sabía de memoria pues
yo estudiaba las revistas “Cancionera” que mi hermana siempre
compraba, y la música las conocía porque en casa la radio de mi
padre estaba siempre encendida. Y recuerdo que la letra por mi
entonada, decía “No, no concibo que todo acabó, que este sueño
de amor terminó, que la vida nos separó…”
Desde
ese día cada vez que me encontraba con Roldán le cantaba y él me
corregía detalles de pausas, pronunciación de las palabras y
supongo que afinación también.
Cierto
día lo invité a ir a mi casa, ya que mi padre tenía mucho interés
en conocerlo, y él aceptó gustoso. Mi padre era sastre de
medida, y tenía en el segundo patio claraboyado de mi casa, un
taller, donde lo acompañaban varios ayudantes, que pespuntaban y
cosían entretelas, cortaban forros y planchaban. Esa vez fue la
primera que recuerdo, en que se apagó la radio para conversar y
oírlo con tranquilidad.
Carlitos
se hizo muy amigo de todos y de tanto en tanto, venía al taller a
charlar y varias veces entonó a capela algunos tangos que provocaban
clamorosos aplausos.
Y
el taller se consagró como otra peña de amigos al que Roldán
asistía, similar al que el escritor Juan
Antonio Varese
describe en el libro de las Memorias
del fotógrafo José María Silva,
en el estudio fotográfico de la avenida Rondeau y Uruguay. Y vaya
una lanza quebrada por la imágen del cantor querido: mi padre era
totalmente abstemio, y en su taller y en el resto de la casa, jamás
había una gota de bebida alcohólica. A lo sumo se tomaba mate y
alguna gaseosa. Carlitos tenía una débil resistencia a la ingesta
de bebidas alcohólicas, pero debemos descartar de la imágen que
algunos crearon de que iba por la vida borracho. La noche por la que
transitaba para cumplir con su vocación artística, lo sumió en
diversos brindis que no le hacían bien. Tal vez por ello, y por su
bohemia persistente, falleció jóven, cuando aún tenía mucho por
darnos.
Para
entonces yo era un liceal con responsabilidades, concurría a clases
de gimnasia, basketbol, natación e inglés, y en algún momento, con
tantos horarios diurnos lejos de casa, no supe más del cantor, y
simultáneamente, la adolescencia cambió totalmente mi voz, y nunca
más volví a cantar. Las "clases de canto" con Carlitos se
hundieron en mi memoria, y solo este año afloraron mágicamente.
Solamente subsistió hasta hoy, mi gusto por escucharlo a Roldán.
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